LOS LÍMITES DEL ECOLOGISMO

-Versión ampliada-

Aportación a las II JORNADAS POR UNA AGROECOLOGÍA RADICAL, Madrid, febrero 2010, en el marco de la mesa redonda “Contra el ecologismo como forma de gestión del desastre”.

Félix Rodrigo Mora


Si admitimos que el ecologismo comienza a manifestarse, como sistema de ideas y corriente social, en 1962, a partir del libro “Primavera silenciosa” de Rachel Carson, nos encontramos ante un movimiento que, lejos de ser “nuevo” y “joven” tiene ya medio siglo de existencia, tiempo suficiente para hacer un balance de sus logros, en un sentido y otro, y, desde ellos, de su línea, contenidos y significación objetiva. Dicha investigación ha de ser, cómo no, cordial y amigable, pues se trata de buscar la verdad en los hechos de forma colectiva, pero sin renunciar a la propia libertad de expresión, que incluye elementos críticos de notable significación.

Sus aspectos positivos son indudables. Gracias al ecologismo un gran número de personas ha ido tomando conciencia progresiva de la degradación del medio natural, así como de los numerosos problemas implicados en ello, lo que ha permitido librar luchas de variada naturaleza contra expresiones concretas del ecocidio, algunas de las cuales han proporcionado algunos resultados tangibles, si bien modestos y escasos. Al mismo tiempo se ha generado una notable cantidad de publicaciones que, con mayor o menor objetividad y pureza de intenciones, se ocupan de estas materias, de donde resultan debates sociales que mantienen la atención en el presente y futuro del medio ambiente en su interacción con los seres humanos. También, ha producido un pequeño número de obras de calidad (al mismo tiempo que montañas de subliteratura), o influidas por él, entre las que destaca por su excelente factura, si se ha de citar una, “Nuestro futuro robado”, de T. Colborn, J.P. Myers y D. Dumanoski.



Hoy el ecologismo no es lo que fue hace unos decenios. En puridad, ya no es un movimiento estructurado en la base de la sociedad política-civil, sino una parte del aparato institucional, como otros varios, en la forma de colectivos con el estatuto de ONG; asociaciones ambientalistas financiadas por municipios o comunidades autónomas, cuando no por Bruselas; partidos políticos “verdes” de corte posibilista y socialdemócrata, grupos de ecofuncionarios tan alejados de la gente como celosos de sus privilegios y equipos de expertos académicos ocupados en hacer prevalecer los intereses estratégicos del Estado (y, por tanto, del capital) en las cuestiones medioambientalmente más candentes. Una vez que ha sido producida una muy profusa legislación “protectora” (que ha resultado mucho más de los partidos de derecha e izquierda que de los “verdes”), la actividad central del ecologismo se sitúa en la denuncia de las infracciones a la legalidad, con relegación de las tareas de calle. Se ha convertido, pues, en una forma de legicentrismo, por tanto es una expresión más de estatofilia, la grave enfermedad ideológica común a casi toda la cada día más débil “radicalidad” hodierna.

Ello equivale a decir que se niega a toda transformación integral suficiente del orden constituido, siendo una fuerza política más, como tantas otras, conservadora de lo existente.

En algunos asuntos bien significativos el ecologismo institucionalizado ha abandonado casi toda actividad resistente, para fluctuar entre el apoyo a las instituciones y la pasividad culpable, como es el caso de la lucha contra el TAV en Euskal Herria. Por tanto, ésta ha sido desarrollada por personas que no suelen calificarse a sí mismas de ecologistas, organizadas en la Asamblea contra el TAV, lo que mide el grado de descrédito social que tiene ya el vocablo, otrora tan novedoso y atrayente. Ahora se usa más el término “antidesarrollismo”, problemático por su vaguedad y por ser un “anti” que sitúa a quienes de él se reclaman en una posición meramente defensiva, preocupante además por fomentar, debido a tal condición, una tendencia a un activismo sin estrategia que elude la definición sobre los problemas fundamentales, en una perspectiva de fijación de metas y fines a lograr, más allá de las resistencias puntuales. Eso lleva aparejado los peligros del “apoliticismo” y la marginalización, así como el de no prestar atención a elaborar los argumentos necesarios para hacer avanzar el inevitable debate con los representantes del oficialismo medioambiental, ahora más organizados que nunca. Como consecuencia, no es capaz de atraer a un número mínimo suficiente de personas al compromiso militante, más allá de ciertas luchas puntuales que, una vez pasadas, muy poco dejan tras sí.

Todo ello indica, por otro lado, que el futuro de la acción consciente en defensa de la naturaleza es problemático e inseguro, si no se define, sobre todo, una nueva estrategia, un nuevo enfoque y unos nuevos contenidos.

Asimismo, la puesta en evidencia de las lacras fundamentales de la agricultura ecológica ha contribuido a desacreditar al ecologismo, al ser aquélla una expresión nueva de agricultura neo-química tutelada por el Estado, o asociaciones de Estados (UE), y dirigida al mercado, al logro de un máximo de beneficios crematísticos, que se sirve de prácticas agronómicas bastante funestas y, además, abre camino al uso de transgénicos en la alimentación humana (hasta el 1% autoriza el actual Reglamento de Agricultura Ecológica de la Unión Europea para los productos que ampara), por lo que no es capaz de salvaguardar la fertilidad de los suelos ni garantizar la salud de los consumidores ni proteger a la flora y fauna, como verbalmente promete.

A pesar del carácter eminentemente “práctico” e inmediatista del movimiento ecologista, sus logros, precisamente en ese terreno, tras tantos años de actividad, son bastante escasos. En “Algo nuevo bajo el sol. Historia medioambiental del mundo en el siglo XX”, de J.R. McNeill, se describe la devastación del medio natural como un proceso ascendente que en nada, prácticamente, ha sido limitado o reducido por la eclosión del movimiento ecologista en los años 60 del siglo pasado. Es más, las mejoras parciales que puedan detectarse en este o el otro asunto, muy pocas en total y situadas dentro del empeoramiento continuado del conjunto, se han realizado por exigencias de los intereses estratégicos de los Estados o de las grandes compañías privadas. En lo demás, la lógica de la dominación y del beneficio ha actuado y actúa de manera implacable e inexorable en este terreno, sin prestar atención a la acción institucional de “verdes” y ecologistas, cuyo quehacer se manifiesta como una realidad de consecuencias insignificativas, al considerar la situación en su conjunto. Lo mismo puede decirse de la farragosa legislación ambientalista que, a pesar de crecer año tras año de manera meteórica, apenas proporciona resultados que puedan captarse y describirse experiencialmente, en tanto que mejoras, por descoloridas, limitadas y escasas que sean.

Los partidos “verdes” han tenido una trayectoria singular. El más notable de todos, el alemán, constituido en 1979, ha conocido la más rápida marcha hacia la derecha y la institucionalización que se recuerda en una formación política, de tal modo que diez años después era ya una parte más del decorado partitocrático y parlamentarista, después de unos inicios más centrados en las extravagancias gestuales y la logomaquia “contracultural” que en el tratamiento consecuente de los asuntos que decían preocuparle. Se puede incluso recelar que su fundación tuviera como objetivo esencial renovar la socialdemocracia, valiéndose de lo ecológico como pretexto. En los años finales del siglo XX se hizo extremadamente reaccionario, mero perro guardián del hegemonismo germano, del brazo del PSA, una socialdemocracia particularmente perversa y corrupta, manchada con la sangre de Rosa Luxemburgo, que en su día financió al PSOE. Su jefe más conocido, Joschka Fischer, cualificado activista político de los años 60, terminó fichando por la multinacional BMW en 2009. Es tremendo que los “verdes” alemanes sean un aditamento de la socialdemocracia de su país, que es el partido más tecnófilo, desarrollista, industrialista, desdeñoso de lo medioambiental, devoto del consumo y del despilfarro, apasionado del aparato militar, nostálgico del imperialismo teutón y partidario de dar a todos los problemas una solución policial.

En Francia su equivalente está ahora dirigido por Daniel Cohn-Bendit, un pícaro (así aparece, orgulloso de serlo, en sus escritos autobiográficos) que hizo sus primeras armas en las cloacas del mayo francés del 68, posteriormente devenido en profesional de la política medioambiental en las instituciones europeas, siempre bastante virado hacia la derecha, cuyo propósito es gestionar rutinariamente los problemas medioambientales en beneficio del ente estatal, el régimen neocolonial (que está triturando África) y la clase empresarial gala. Su partido alcanzó el 16% de los votos en las elecciones generales de 2009, gracias a la crisis de la socialdemocracia francesa, lo que viene a abundar en la idea que. en el presente, la meta real de las formaciones que se reclaman del ecologismo no es la acción medioambiental sino la constitución de una alternativa de recambio a la izquierda constitucional, para estabilizar el sistema político. Cohn-Bendit, campeón del “anti-racismo” verbal, va ahora de la mano, en las instituciones, con el partido socialista, el más activo promotor del neo-colonialismo francés, famoso por sus sangrientas intervenciones en el continente africano, y es de sospechar que para eso ha sido aupado electoralmente por las clases mandantes, para dar una mano de pintura “verde” al sanguinario militarismo francés, como ya hicieron los “verdes” alemanes hace un decenio. En la galería de ecologistas institucionales no puede faltar Vandana Shiva, galardona por el gobierno español en 2009, sostenedora de que el capitalismo es lo óptimo para el campesinado del Tercer Mundo, en especial para las mujeres.

Organización ecologista es, asimismo, el Estado español, que en 2004-2008 ha proporcionado, sólo en la forma de subvenciones directas, 28.600 millones de euros a las empresas dedicadas a las energías renovables, cifra fabulosa que mide la importancia del sector para los intereses estratégicos del Estado. Las multinacionales españolas del ramo tampoco se quedan atrás, por ejemplo, Acciona y Endesa, que en 2009 constituyó la Fundación José Manuel Entrecanales para la Cultura y la Sostenibilidad, con unos fondos de 8 millones de euros, consagrada al estudio de las energías limpias.

Deletérea para el prestigio del ecologismo está siendo la puesta en práctica de su línea sobre nuevas energías, en particular las eólicas, por su carácter devastador y por el fuerte y creciente rechazo popular que están encontrando. En efecto, los aerogeneradores son ahora uno de los elementos más destructivos del medio ambiente, el tesoro artístico e histórico y el paisaje, con sus plataformas de hormigón, zanjas y nuevas vías de acceso, situados casi siempre en zonas hasta ahora preservadas. Varias especies de aves en peligro de extinción, y murciélagos (esenciales para mantener a raya plagas de tanta significación como la carpocapsa, entre otras), están perdiendo muchos de sus individuos al chocar contra las aspas, y en la cornisa cantábrica algún hábitat del oso pardo ha sido devastado por las pistas abiertas para trasladar, en grandes camiones articulados, los aerogeneradores.

Notable ha sido la resistencia vecinal en la comarca de la Terra Alta (Tarragona), donde los molinos se levantan encima de las fosas en que están enterrados quienes murieron en la batalla del Ebro, sin respeto por su memoria ni por la historia (asunto que expresa la inhumanidad, mentalidad barbárica y zoologismo, específicamente modernos y progresistas, del ecologismo institucional); en la zona de Gata (Cáceres), en Galicia (donde el Grupo de Axitación Social ha editado un buen trabajo, “Reflexións sobre a enerxía eólica en Galiza”) y en otros lugares. Por tanto, ahora, el movimiento ecologista, que se ha desarrollado como un populismo, tiene a las masas populares frente a sí. Sólo es ya cuestión de tiempo que alguna movilización popular de singular envergadura, al chocar frontalmente con él, le desacredite, tal vez por completo.

En suma, la mayor parte del ecologismo hoy existente no sólo no logra presentar una relación aceptable de problemas medioambiental solucionados gracias a su actuar sino que se ha convertido en agente activo y decisivo del ecocidio, al haberse integrado en el aparato estatal y al coincidir con la gran empresa.

La conclusión primera y principal que se ha de sacar de ello es que es necesario ir pensando en una refundación del movimiento ecologista, para sustraerlo de su actual subordinación a las instituciones y volver a dotarle del vigor, independencia, aliento radical y voluntad revolucionaria que tuvo antaño, aunque corrigendo los errores de la etapa inicial, cuyo desarrollo ha llevado a la triste situación actual.

Pero si el ecologismo ha fracasado como procedimiento para evitar, o al menos paliar, la devastación del medio natural, ha tenido un notable éxito en tanto que medio para renovar el sistema político institucional, de dictadura constitucional y parlamentaria, para gestionar la crisis ambiental, para dotar de ideas erróneas (y reaccionarias) a mucha gente sobre estas materias, para frenar y encauzar convenientemente las protestas populares y, sobre todo, para prestigiar al Estado, que es presentado como el “restaurador” y “salvador” del medio ambiente por excelencia.

En efecto, ya no es el pueblo, las personas comunes, las que con su toma de conciencia y esfuerzo militantes, han de resistir al ecocidio sino las instituciones, según ese ecologismo. Se trata, pues, de capturar votos, hacer aprobar leyes y de velar por que se cumplan. Pero tan elemental programa olvida varias cuestiones. La primera que quien dice leyes dice aparato policial, judicial y penitenciario en desarrollo, en la misma proporción que el cuerpo legal. Eso está llevando a lo poco que queda del ecologismo a hacerse un triste apéndice civil del SEPRONA (Servicio de Protección de la Naturaleza, de la Guardia Civil). Es más, dado que hay una desproporción entre el torrente de leyes medioambiental promulgadas cada año y lo efectivos de ese cuerpo policial, la exigencia implícita, y a veces explícita, de aquél es que éste aumente en flecha el número de sus agentes.

Un cálculo aproximado viene a señalar que, para dejar satisfecho al ecologismo legicentrista y policiaco, tendría que pasar de los 2.000 guardias civiles actuales a los 20.000, constituyendo así un verdadero ejército de ocupación de las áreas rurales, en definitiva, un Estado policial “verde”, con dicho ecologismo, ejerciendo la función de nuevo somatén (¿quizá armado también?). Todo ello, no hace falta decirlo, expele un desagradable tufo a nuevo fascismo (pues éste se está renovando, y no puede concebirse como una repetición del de tiempos pasados). Así es, si damos por bueno el viejo refrán de “dime con quien andas y te diré quien eres”, ¿cómo se puede calificar a quienes pasan sus días con la Guardia Civil? Dicho de otro modo, ese ecologismo debe reflexionar, hacer un balance y abandonar el “apolítico”, pero muy policial, camino que sigue[1].

Hay muchos datos que permiten sospechar que la legislación medioambiental, más que buscar la solución de tales o cuales problemas reales, se dirige a crear un cargado ambiente de conformismo político, así como de coincidencia y confianza con los aparatos policiales y judiciales del actual orden de dictadura política constitucional y parlamentaria, entre los sectores populares más preocupados por el desastre ambiental.

Las abundantes leyes medioambientales se sitúan en el marco de un sistema legislativo general que protege y organiza la existencia del régimen político y económico, por tanto aquéllas hacen lo mismo, es decir: proteger y organizar, en los asuntos específicos, los del medio ambiente, el statu quo. Por ello, no pueden resolver, ni siquiera disminuir por sí mismas, la crisis del mundo natural debido a que éste resulta de la naturaleza misma del orden constituido, de su carácter totalitario en lo político y buscador de beneficios monetarios en lo económico. Como mucho, puede encauzar las nocividades, haciendo que adopten un carácter más ordenado, planificado y racional, pero no menor ni menos aciago, por lo general. A menudo, tales leyes empeoran sin más la situación precedente[2], considerada de manera global.

Dada la singular condición del actual orden, mientras las leyes protectoras resuelven, pongamos por caso, un problema, están siendo generados cien, que empeoran día a día, aunque se use siempre (en esto el ecologismo subsidiado es un maestro) ése, que es uno, para tapar éstos, que son un centenar. De tal modo, bajo la égida de la legislación “verde” la destrucción progresa más deprisa, en realidad. También, porque el mensaje que llega al individuo medio, alarmado por lo que observa, es que se tranquilice, pues ya está el movimiento ecologista, con su gran plantilla de leguleyos, ecofuncionarios, expertos y letrados, y la legislación estatal para ocuparse de los daños observados. Esta función desmovilizadora basada en el aciago principio de delegación de las obligaciones y deberes personales y colectivos, políticos, civiles, medioambientales y morales, en las instituciones del Estado, que nos está convirtiendo en esclavos y en seres-nada es, al mismo tiempo, esencial para el sistema de dominación.

Hablando en plata, toda legislación que surge del actual orden, lo protege y perpetúa, la medioambiental también. Con ello perpetúan y protegen lo que necesariamente resulta de su esencia concreta, la devastación de la naturaleza. Sólo otro sistema político, económico y social, pero no éste, de carácter cualitativamente diferente, en el que el bien superior sea la libertad (de conciencia, política y civil), puede sentar las bases para una recuperación del medio natural.

Entremos en algo relacionado con ello, las visiones catastrofistas, es más, a menudo apocalípticas en el sentido más pintoresco del término, que ofrece cierto ecologismo, convertido en una nueva orden de predicadores destinada a anunciar el fin del mundo a fecha fija. Su meta es, al parecer, acongojar y asustar a las autoridades para que, por propio interés, actúen. Desde luego, resulta pueril tal estrategia, que olvida que los poderes en vigor conocen mucho mejor que dicho ecologismo, casi siempre elemental y simplón en sus formulaciones, los problemas existentes, y que poseen una estrategia al respecto, de la que el uso instrumental de tales colectivos y personajes es una parte, pero que llega mucho más allá. Por supuesto, dar consejos a las clases mandantes, explicarlas lo que deben y no deben hacer es, además de una forma de colaboracionismo, una pérdida de tiempo, pues ellas saben cual es la situación real con bastante mayor precisión que los ingenuos aspirantes a consejeros “verdes” del Príncipe-Estado.

En primer lugar, el orden constituido actúa de acuerdo a su lógica concreta, esto es, convirtiendo todos los recursos naturales en: a) bienes estratégicos de los que se apoderan los Estados, directamente o por medio de una combinación de intervencionismo y mercado; b) oportunidades de beneficio empresarial. Los que no son susceptibles de lo uno o lo otro carecen de interés para las instituciones, por más que éstas, de vez en cuando derramen algunas lágrimas de cocodrilo de cara a la galería al constatar que se extinguen. Por ejemplo, en el terreno de la alimentación de la mano de obra (eso, y no seres humanos, resultan ser los asalariados actuales), son poco más de dos docenas de especies vegetales y animales las que proporcionan el 99% de los recursos, de manera que el resto pueden desparecer sin que el conglomerado, en el plano mundial, Estados-grandes empresas sufra ningún daño, ni le preocupe, dejando a un lado la inevitable demagogia.

Dicho de otro modo, que 1.600 especies se hayan extinguido ya, en los últimos decenios sobre todo, y que otras 17.000 estén en peligro cierto de ello, es un dato que en nada afecta al poder constituido, salvo en lo referente a la posible toma de conciencia anti-sistema que pueda ocasionar. Para evitar esto ya está el movimiento ecologista, centrado en explicar algo carente de toda lógica y coherencia, que tal desastre, originado por el sistema, puede resolverse desde el sistema mismo, es más, robusteciendo a éste más y más, en particular el Estado, y creando nuevas empresas “verdes”, que van a redimir a la naturaleza desde la aplicación de la lógica del beneficio empresarial, como la multinacional Endesa Renovables, por ejemplo.

Cuando anuncian, ciertos ecologistas e izquierdistas, el fin del mundo existente por el agotamiento del petróleo, el cambio climático u alguna otra cuestión de similar jaez, también están desacertados, y la serenidad que manifiestan los grupos de poder al respecto les debería hacer reflexionar. No sólo porque la cosa no es tan simple y elemental, ni los datos tan rotundos y sin matices como los que aquéllos manejan, sino porque lo sustantivo del poder actual no está en el petróleo barato ni en la estabilidad climática, sino en el dominio casi absoluto de las conciencias logrado por los aparatos de poder, así como en la degradación del sujeto medio, por aquéllos igualmente inducido.

Por tanto, convertidas las masas en multitudes dóciles (por ininteligentes, asociales, hedonistas y desentendidas de las axiales categorías de libertad, verdad, colectivismo y esfuerzo), por causa del actuar del izquierdismo y el progresismo, los poderes operantes pueden afrontar con tranquilidad cualquier eventualidad, que sería una modificación más o menos sustancial, o incluso dramática, en sus formas de dominación, y no el fin de ésta. Precisamente los profetas anunciadores de catástrofes, como no comprenden la centralidad de la conciencia en el cambio social real, no valoran que lo decisivo es la objetividad y la acción popular sustentada en ella, y dado que se declaran en contra de una transformación revolucionaria del actual orden, no alcanzan a desarrollar lo único que tal vez pueda detener, y en su día subvertir y sustituir lo existente, la conciencia, disposición para el esfuerzo y auto-organización de las personas comunes.

El error de base está en no comprender cuál es la lógica inmanente del actual sistema de poder, cuál es su naturaleza objetiva y cuáles son sus metas estratégicas e históricas. Ello lleva a negar lo más sustantivo, que está sometiendo la naturaleza toda, con el descomunal potencial que le otorga la tecnología y la ciencia, a la lógica de la razón de Estado y del beneficio, de manera que cuida con furor todo lo que éstos necesitan, y se desentienden del resto. Por tanto, dado que la naturaleza no es, para el orden constituido un valor en sí y por sí, sino sólo un simple abastecedor de recursos primarios a los poderes instituidos, se concluye que aquélla, como existió, está condenada a desaparecer, para dejar sitio a un mundo nuevo (en el peor sentido del vocablo, mal que le pese a la teoría del progreso), hecho todavía más productivo, y organizado desde arriba al completo, con interminables áreas de monocultivo y granjas de la industria ganadera, dedicadas a las dos docenas de especies imprescindibles, animales y vegetales.

A su lado, como restos patéticos de la sempiterna batalla por la producción, habrá cada vez más tierras convertidas en infértiles por los métodos modernos de cultivos, sin bosques, sin aguas, erosionadas, tóxicas, salinizadas, desertificadas, casi sin animales ni plantas silvestres. Pero eso, para el vigente orden de dictadura son, en todo caso, problemas del futuro, de otras generaciones (todo poder es inmediatista, pretende maximizarse ahora y aquí). Si llegara el momento de una crisis medioambiental y de recursos universal, serían las clases populares las que deberán sufrir y morir, no las elites, que adaptarían sus sistemas de dominación a las nuevas condiciones, salvo que una insurrección popular se lo impida, con la advertencia que ésta ha de resultar mucho más de la conciencia que del sufrimiento causado por la escasez y la pobreza.

Lo que hay en el fondo de lo criticado es un asunto de extraordinaria gravedad la, al parecer, inamovible fe en que el actual orden político es bueno, es de libertades, es obra popular, es democrático, de modo que todos los problemas pueden resolverse en su seno, a partir de sus normas legales e integrándose en sus instituciones. Esa es la idea madre que una gran parte del ecologismo organizado comparte, sin que admita ni ponerla en cuestión ni mucho menos debatirla con la necesaria serenidad, respeto para todas las partes y libertad. Pero los hechos son obstinados, y a la vista están: después de decenios de activismo ecologista institucional, ¿qué nocividades han sido paliadas?, ¿cuáles problemas han sido resueltos o al menos reducidos?, ¿qué número de ellos se ha impedido que aparezcan? Dicho de otro modo ¿ha mejorado o ha empeorado, desde los años 60 hasta el presente, la situación medioambiental? La respuesta es obvia, sin olvidar que el ecologismo es responsable directo de algunas de las peores nocividades, como es el caso de los aerogeneradores[3].

Por tanto, se ha de admitir que dentro del sistema no está la solución, y que la negación de tal aserción es parte del problema, la parte principal y más grave, para ser precisos.

El movimiento ecologista nació con desaciertos fundamentales, que no han hecho sino agravarse desde entonces, los cuales explican su poco airosa situación actual. Uno, ya tratado, es su negativa a considerar al régimen político parlamentarista como una dictadura de las elites políticas y económicas. Ello se ha manifestado, también, en la forma de “apoliticismo”, o negativa a definirse sobre esta cuestión, para centrarse en la lucha por cuestiones “prácticas”, inmediatamente alcanzables, ya vimos con qué resultados, pues los logros prácticos brillan por su ausencia. Su mentalidad era, además, la propia de los años 60, traspasada por la fe en utopías reformadoras formidables, que llevaban a pensar que “todo” podía conseguirse con movilizaciones fáciles, divertidas, cómodas e indoloras, en el marco del actual sistema, tenido por libre y democrático.

Sobre todo, la gran mayoría de movimiento estaba imbuido de una confianza irracional en el ente estatal, al que se tenía por realizador del bien común, apto por tanto, para restaurar el medio ambiente en cuanto se le presionase con unas manifestaciones en la calle y se estableciera un partido ecologista dedicado a legislar a favor del medio ambiente. En efecto, se admitía por muchos que el capitalismo privado era negativo pero que la “acción anticapitalista” del Estado remediaría tales nocividades. El sector más retardatario mantenía, y aún lo hace, que el sistema de capitalismo de Estado propio de la URSS y los otros “países socialistas” era de naturaleza “no capitalista”, por tanto mejor y superior, a pesar de que la devastación medioambiental en ellos era incluso mayor a la habitual en Occidente[4].

Tales dislates, aquí y ahora, se concretan en algo muy penoso: pedir más leyes, más policía, mas aparato judicial, más sanciones, más cárceles. En el ámbito de lo medioambiental dicho ecologismo no logra apenas nada, pero como agente pro Estado policial resulta ser de una eficacia aterradora. De ese modo se está construyendo la última modernidad, una pesadilla totalitaria que intimidaría incluso a Orwell. En ese contexto hay que situar a Greenpeace que, además de todo ello, ha convertido en espectáculo la “lucha ecologista”, haciendo de la gente común meros espectadores pasivos de sus portentosas “hazañas”. Tal organización es el ecologismo “bueno”, siempre jaleado y aplaudido por los poderes mediáticos, los mismos que no se cansan de pedir “mano dura” contra el ecologismo combativo y revolucionario. Por lo demás, Greenpeace pone también su granito de arena en la tarea de la destrucción a escala planetaria de las lenguas minoritarias, al hacer del inglés el idioma único y obligatoria de facto en sus quehaceres. En ello se manifiesta como un agente de la “globalización” (mundialización) en curso, a la que en su inconsecuencia y falta de ética dice, cómo no, combatir.

La tajante negativa a adoptar una posición realista ante el Estado, propia de casi todo el ecologismo, que ha llevado al subsistente hoy a vegetar en los parlamentos, o a vivir para velar por el cumplimiento de la legislación promulgada, ignora que lo más importante de la crisis medioambiental proviene de las exigencias de aquél, sobre todo de su componente principal, el ejército. Para los ejércitos trabajan la gran mayoría de los científicos y técnicos del planeta, y son dichos ejércitos los que ha creado, en cada país, una economía en lo sustancial subordinada a sus intereses estratégicos, esto es, a la preparación de la guerra ofensiva. Su ensangrentada mano está tras el desarrollo de las industrias más contaminantes, como la metalúrgica, la nuclear y la química (el primer laboratorio moderno de química de España lo tuvo la Academia de Artillería de Segovia, a finales del siglo XVIII), sin olvidar la cibernética. A pesar de ello, que es conocido, el ecologismo nunca ha querido entrar en un análisis pormenorizado de la relación entre el medioambiente y los ejércitos, pues de él se desprendería una conclusión, que la estrategia legalista, posibilista y electoral que ha elegido no puede dar frutos positivos de importancia, aunque su muchos negativos, pues mientras haya ejércitos permanentes habrá devastación medioambiental, cada vez mayor[5].

Ese esconder la cabeza debajo del ala en la cuestión del Estado, no queriendo investigar su verdadera naturaleza y efectos, es propio del ecologismo oficialista que, además, toma de la socialdemocracia, de la que es un apéndice político, la absurda idea de que el Estado es el organizador del bien general, el protector de las clases trabajadoras contra el capitalismo y, cómo no, el encargado de restaurar la naturaleza[6]. Dicho de otro modo, en el presente la gran mayoría del ecologismo se ha convertido en integrante de las nuevas fuerzas reaccionarias, pues se vale del medio ambiente como mero pretexto y excusa, con un fin único, reforzar el actual régimen de dictadura política. En efecto, muy poco o nada le interesa solventar los problemas ambientales: estos son sólo un subterfugio para promover el conformismo político. Por tanto, hay que recuperar la libertad de conciencia, y la libertad de expresión, perseguidas por el ecologismo institucional, para realizar un gran debate sobre la naturaleza del ente estatal en su relación con el medio ambiente, sin la censura, prohibición e intimidación que aquél impone en esta cuestión, con libertad de expresión para todas y todos.

Otro asunto que el ecologismo evita es el examen de la gran urbe, más allá de los tópicos simplones y mendaces sobre la “ciudad sostenible”, retórica destinada a ocultar que mientras subsista la ciudad no hay posibilidad de restauración a gran escala del mundo natural, pues es ecocida por naturaleza. Hasta que la población no se reparta equilibradamente por todo el territorio, mientras que en el 3% de éste se asiente el 70% de aquélla, como sucede ahora, no puede haber recuperación medioambiental digna de tal nombre, pues las ciudades son un centro de consumo y destructividad, de contaminación y devastación a descomunal escala y en expansión, al mismo tiempo que el campo, al estar tan despoblado, ha de hacer una agricultura muy maquinizada y quimizada. Esto es lo sustantivo del asunto, y las ínfimas soluciones que el ecologismo oficialista ofrece a esos problemas, dirigidas todas a tratar los efectos, y de éstos sólo los de tercer orden, no son, a fin de cuentas, nada. La ciudad es el espacio donde se asienta y organiza el Estado, de manera que mientras haya ente estatal habrá ciudades, y cuanto más arrogante y poderoso sea aquél más superpobladas y ecocidas resultarán éstas.

Otra causa de devastación es la agricultura contemporánea, en todas sus manifestaciones, convencional, ecológica, sostenible o de otros tipos. Al ser un mercado forzoso para la industria metalúrgica, química y otras, y al estar a ella dedicada un sector mínimo de la población activa, que hoy se sitúa por debajo del 3% en el reino de España, no puede ser sino como es. A la vez, opera la aciaga influencia de la PAC y la constitución de un nuevo latifundismo, mucho peor que el antiguo, que se ha desarrollado mucho con el actual gobierno del PSOE, a despecho de lo que prometen los agrónomos socialdemócratas e izquierdistas, cuya función es embellecer a aquél. Todo eso, unido a un desarrollo en flecha de la agroindustria y del capital comercial (los famosos “intermediarios”), está creado las condiciones para que la devastación medioambiental se incremente, en particular con el uso aún mayor de agrotóxicos (cada vez se utilizan más pesticidas, abonos químicos y otros tósigos por unidad de superficie, por ejemplo) y cultivos transgénicos, que exige la agricultura super-productiva e intensiva en activo. Precisamente la desatentada, en todos los sentidos, evolución de la agricultura es un argumento terminante a la hora de refutar al ecologismo institucional, pues prueba que las cosas, por desgracia, no van “poco a poco a mejor” sino a peor, a pesar de sus actividades legicentristas, o en buena medida por causa de ellas. Sólo un cambio cualitativo del orden social puede constituir una agricultura liberada de sus enormes taras y nocividades actuales[7].

Reflexiones similares cabe hacer del transporte, la espuria sociedad de la información y el conocimiento, la industria del entretenimiento y el ocio, el aparato universitario (donde casi 2,5 millones de jóvenes pierden sus mejores años en recibir adoctrinamiento, cuando podrían hacer una contribución decisiva a la restauración medioambiental y a la constitución de una agricultura sin química ni máquinas ni transgénicos, tanto como a la forestación de cientos de miles de hectáreas -en realidad, es necesario hacerlo con millones de ellas- con especies autóctonas, único modo de salvar a la península Ibérica de la aridificación y desertificación) y la sociedad de consumo, que no se añaden para no alargar en exceso la exposición.

Lo que parece indudable es que sin que el ecologismo revise su posición ante el Estado, el ejército, las ciudades, la gran empresa y la agricultura actual, por citar sólo lo más decisivo pero sin olvidar el régimen de dictadura parlamentarista y partitocrática, respecto del cual ha de pasar del apoyo actual al distanciamiento y rechazo, no puede dejar de ser un apéndice “verde” del sistema de dominación, que coopera en el ecocidio mientras se entrega a una retórica que cada vez embauca a menos gente.

Del ecologismo estatal y subsidiado provienen numerosas propuestas y formulaciones, cuya esencia es que, sin cambiar lo sustantivo, se puedan remediar los males medioambientales y sociales. Esta cuadratura del círculo, como es lógico, no puede proporcionar nada positivo digno de mención. A ella pertenece la educación ambiental, que se fija en minucias sin entidad, una buena de la parte puro utopismo reaccionario, cuando no simplezas para un público dócil y ansioso de consumir buenismo sin comprometerse, sometido como está a la ideología de la absoluta primacía del interés particular, y el egotismo. No más sustanciosa es la teoría sobre el decrecimiento, que antaño se llamó sobre el crecimiento cero, la cual no tiene en cuenta que el sistema es destructivo por sí mismo, con crecimiento o sin él (como está demostrando la actual crisis económica), al mismo tiempo que niega la transformación cualitativa del statu quo, lo que hace de ella una teoría conservadora, carca pues. El “consumo responsable” es un modo de lavarle la cara a la sociedad de consumo, de la misma manera que la Iniciativa por la Soberanía Alimentaria comienza dejando de lado que los pueblos del Tercer Mundo necesitan, ante todo, soberanía política, el autogobierno por medio de asambleas, sin ente estatal ni capitalismo, y que sin soberanía política no puede haber soberanía económica, ni por tanto de los medios de vida. Finalmente la idea de “comercio justo” milita contra el comercio mínimo, que es lo necesario en el presente.

Una función espacialmente preocupante está desempeñando el equipo de agrónomos y profesores que se han ido agrupando en torno a la apología del intervencionismo estatal en materia medioambiental y agrícola, persuadidos de que el todo el bien posible en estas materias ha de provenir de la acción “informada” de las autoridades estatales, autonómicas y europeas. Me refiero a Juana Labrador, autoridad en la Junta de Extremadura para la agricultura ecológica; Manuel González de Molina, que desde la Junta de Andalucía ha destinado muchos millones de euros a aquélla, Eduardo Sevilla-Guzmán, con sus superficiales y desacertados análisis sobre agricultura que siempre “olvidan” que ha sido, y sigue siendo, el Estado, o agrupación de Estados (la UE), quien ha destruido el mundo rural; Juan Manuel Naredo, quien simplifica muchísimo los problemas al reducirlo todo a una insuficiente financiación de la agricultura ecológica por parte de las instituciones[8]; o Joan Martínez Alier, incapaz de admitir que la categoría de “ciudad sostenible” es, sencillamente, un camelo. Lo peculiar de todo ellos es hábil uso del populismo, que no se detiene ante la utilización aquí y allá de fraseología radical, o que pretende serlo.

Su calculada ambigüedad se manifiesta en una sucesión de olvidos y malentendidos, a saber, que el ecologismo institucional no ha logrado prácticamente nada de positivo en su medio siglo de actuación; que la política estatal para el campo y el medioambiente pretende exclusivamente el bien del Estado en estos ámbitos, no lo mejor para el campo ni para el medioambiente; que el aparato estatal no realiza el bien común sino su propio bien, como es de sentido común; y que es la gente, y no las instituciones, la única que puede hacer algo útil por remediar el calamitoso estado de cosas en los asuntos aquí estudiados. Así mismo, no es de recibo la ambigüedad y el doble lenguaje que utilizan, lo que les permite estar con el poder constituido al mismo tiempo que verbalmente se manifiestan como más o menos “radicales”, incluso como “anticapitalistas” en alguna ocasión, con olvido de que sólo es anticapitalista sin comillas quien rompe con lo instituido.

Resulta, por lo demás, poco creíble ese “anticapitalismo” empecinado en defender la agricultura ecológica, que es un negocio que ocupa cientos de miles de hectáreas en el país y millones en el planeta, con unos ingresos de decenas de miles de millones de euros en el plano mundial, cuyos dudosos productos se venden en las grandes superficies y que está constituyendo un nuevo latifundismo, mucho más rentable que el tradicional, gracias a las jugosas subvenciones que otorga el Estado a los nuevos terratenientes “verdes”. En torno a sí, estos profesores-funcionarios han ido constituyendo un activo grupo de presión, que otorga prebendas, promueve el culto a la personalidad de sus jefes, moviliza a sus paniaguados, mantiene publicaciones, prohíbe el debate de los problemas sustantivos, escinde colectivos y torpedea los intentos de renovación del ecologismo, convertido, en buena medida por su influencia, en un senil y fosilizado apéndice de las instituciones. Así mismo, se ponen en evidencia con su apoyo (“crítico”, cómo no) a la izquierda institucional, ahora en el gobierno, que está triturando el campo, como lo prueba que desde la llegada del gobierno del PSOE al poder, en 2004, unos 120.000 pequeños agricultores y ganaderos han tenido que abandonar el sector.

Su política de paños calientes, de buscar remedios dentro del actual sistema de dominación, aleja a estos intelectuales orgánicos del par Estado-capital de quienes deseamos soluciones reales, no verbales ni demagógicas, a los problemas medioambientales y agrarios, y por eso las buscamos en el contexto que otorga la noción de revolución, como combinado complejo de desarrollo de la conciencia, el sabotaje y las luchas en la calle. Ellos, con su veneración por el ente estatal, están haciendo una contribución no desdeñable al desarrollo del Estado policial “verde”, al crecimiento del aparato funcionarial, al robustecimiento del ejército y a la explotación creciente de las clases trabajadores a través de la fiscalidad, medidas con las que, al parecen, esperan “salvar el planeta”.

CONCLUSIONES

La significación estratégica e histórica del ecologismo institucional, como ideología y política de la modernidad, específicamente encaminada a gestionar la crisis medioambiental propia de las sociedades hiper-estatizadas hodiernas, conforme a los intereses de los poderhabientes, no se agota en lo expuesto. Hay más.

La antropología de ese ecologismo es peculiar. Su concepción de los seres humanos es que éstos se reducen a su biología, meros entes zoológicos, simple sujetos de la naturaleza que se satisfacen con un medio ambiente saludable y una alimentación libre de tóxicos, sin trascendencia ni espiritualidad ni, en suma, humanidad[9]. Por tanto, las categorías fundamentales que nos han hecho humanos, sobre todo, la verdad, la libertad, el bien moral y la sociabilidad, que son ajenas en lo más sustantivo a lo biológico y somático, existentes a partir de la parte espiritual de la persona, quedan preteridos y olvidados, como antiguallas o residuos premodernos a liquidar. Esto dice casi todo de lo que es, en definitiva, la ideología del ecologismo, un procedimiento para construir la mano de obra asalariada que el capital más agresivo necesita, “sana”[10] corporalmente pero ya no humana, mera animalidad que no puede ir más allá de su condición biológica, pues se ha olvidado, y ha sido despojada, de lo que tiene de específicamente humano el ser humano, la conciencia.

Dicho de otro modo: no basta, ni mucho menos, con un medio ambiente restaurado, porque la libertad (de conciencia, política y civil) cuenta, y por ella se han de realizar los mayores esfuerzos y sacrificios. Cuenta tanto que, sin hacerla previamente realidad, no puede superarse la devastación medioambiental en curso, pues quienes lo pretenden olvidándose de la libertad están manifestando que sus logros positivos oscilan entre lo ínfimo y lo insustancial, tras medio siglo de brega. Somos, aunque ciertos ecologistas lo nieguen, seres de la política, seres de la historia, seres que se realizan en la libertad, por ella y con ella. Al formular tal aserto se evidencia que somos así mismo seres de la verdad, puesto que es verdad que sin libertad nada importante puede lograrse, y también es verdad que el ecologismo oficialista, al empeñarse en hacer olvidar las cardinales nociones de libertad y verdad, se transforma en una parte del aparato de propaganda del poder constituido, pues es de esas categorías de donde resultan las revoluciones positivas, deseables.

El reduccionismo del discurso ecologista, urdido en lo que tiene de más sustantivo en las facultades de biología y en las escuelas de ciencias medioambientales, por profesores y académicos funcionarios del Estado, culmina en la mutilación de facto del ser humano, reducido a su parte biológica y, además, forzado a no interesarse ni preocuparse por nada que no sea la naturaleza, en lo que está resultando ser una de las peores formas de monismo de la historia de la humanidad. Es trágico, y manifiesta la sinrazón de nuestro tiempo, que haya una ética medioambiental bastante activa al mismo tiempo que no existe una ética contemporánea digna de tal nombre para las relaciones con los otros seres humanos, y para consigo mismo. De ese modo, condenados a darlo “todo” por el medio ambiente, terminamos perdiendo la condición humana. De ello está saliendo lo que podría llamarse el modelo de “buen ecologista”, un individuo pletórico de excelentes intenciones y de deseo de servir al bien general medioambiental, pero tan limitado en sus designios, tan desprovisto de saberes e intereses históricos, políticos, morales y convivenciales que se manifiesta como una forma disminuida de ser humano, justamente la que el sistema de dominación demanda.

No es menos chocante que el ecologismo, que dice desdeñar la especialización y el reduccionismo cartesianos, sea él mismo una ideología creadora de expertos en cuestiones medioambientales, en “salvar” la naturaleza, mientras que el resto de los asuntos apenas le preocupan, comenzando por la verdad, la convivencia y la libertad. Así, desde arriba se hace del ecologista promedio un ser dócil, conformista e integrado, bueno para pasar su tiempo dedicado a asuntos ínfimos, de tercer orden y, sobre todo, para creer por fe que en el marco del actual sistema político, que no estudia, no comprende y, peor aún, no considera necesario comprender (es experto en la naturaleza, y con eso le basta), pueden resolverse los problemas medioambientales más sustantivos.

Es claro que tenemos que dejar de ser expertos en esto o lo otro para hacernos seres integrales y universales, preocupados por el todo.

El todo finito es lo que la acción transformadora ha de tomar como guía, para lograr una sociedad cualitativamente diferente a la actual. Frente a la sordidez del legalismo, que se extenúa sobre leyes y reglamentos que están hechos para reprimir y destruir, ante la mediocridad de una militancia ramplona, pragmática y deshumanizante, además de casi por completo estéril e inútil, que deja todo como está, por tanto, cada vez peor, debemos retomar distancias, ganar altura, ver el mundo y las cosas con una saludable grandeza, amplitud y sublimidad. Para ello, podemos recordar, pongamos por caso, lo que B. Durruti expone al periodista del “Toronto Star”, Van Passen, en julio de 1936, cuando le pregunta sobre qué va a suceder tras la guerra, si vencen, con el país devastado. Durruti le contesta algo magnífico, que los revolucionarios “llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones”, y que de ahí saldrá lo más necesario. Así es, y la exposición de los contenidos de ese mundo, diferente al ahora existente, ha de ser una parte notable de nuestra acción comprometida, sin dejarnos llevar a la idea de que todo lo alcanzable está dentro del actual orden constituido, y que en modo alguno podemos pensar en otro alternativo, mejor y superior, resultante de una gran revolución positiva.

Con esa frase Durruti, en tanto que revolucionario universal, transciende su propia ideología y adscripción para ofrecer una idea sublime, que nos eleva y enaltece: pensar el futuro como algo diferente al presente, justo lo contrario de lo que hace el ecologismo de Estado, que nos prohíbe el futuro para condenarnos a lo que es.

Tomando esa formulación como noción sustantiva quiero terminar manifestando mi deseo de que la porción mejor del movimiento ecologista reflexione sobre su pasado y presente con ánimo valeroso, corrija sus desaciertos y reafirme sus aciertos, para constituir un ecologismo renovado, anti-sistema, revolucionario, alejado de las ilusiones legalistas y de los aparatos policiales, de las consignas fáciles, de las prebendas estatales y del culto por lo existente, entregado a la defensa de la naturaleza desde la verdad, la libertad, el bien moral y la reivindicación activa de la esencia concreta humana, contra las fuerzas negadoras de lo humano, hostiles a la noción práctica de civilización, y al mismo tiempo ecocidas.

Lo que parece cierto es que el ecologismo domesticado atraviesa, en nuestro país, por una fase de debilidad relativa, que debe ser usada para promover un debate cordial con la mayoría de los integrantes del movimiento, a fin de animarlos a tomar un rumbo nuevo, a reformular y refundar.

Félix Rodrigo Mora


Notas

[1] Por ello, y por otros motivos, he de discrepar cordialmente de Jorge Riechmann, cuando en “La crisis energética: algunas consideraciones políticas” señala que la triple crisis de escasez que va a ocasionar, según él, el cambio climático, el agotamiento del petróleo y la extinción de especies, creará las condiciones para el auge de los fascismos. En primer lugar, no es lo bastante realista la percepción tan apocalíptica que presenta pero, sobre todo, olvida que nuestra experiencia muestra que el fascismo español fue cosa del ejército y de los cuerpos policiales, sublevados en 1936, con el apoyo de ciertas milicias civiles de derecha, entre ellas el somatén. Por tanto, toda loa y toda aproximación a los aparatos represivos, cosa que una porción mayoritaria del ecologismo realiza a diario, es la forma principal de establecer las condiciones para un futuro repunte del fascismo. Sé que decir esto es duro y, tras disculparme por ello, invocando mi derecho a la libre expresión, hago observar que la realidad es eso mismo, dura y severa, y ya no es posible callar. Es más, este autor olvida que la Constitución “democrática” en vigor, de 1978, apoyada por la izquierda institucional, incluido de hecho casi todo el ecologismo, en sus artículos 55, 116 y 117.5 establece las vías para imponer un estado de excepción, que sería un régimen de completa arbitrariedad policial, y un estado de sitio en el que el poder efectivo quedaría en manos del ejército, como en 1936. Ese es el fascismo futuro más probable, y quien no rechaza la Constitución vigente, y con ella todo el actual aparato institucional, se hace cómplice suyo.

[2] Esto proviene, a menudo, de la deriva cada vez más irracional, según su propia lógica interna, del actual sistema. Pongamos un ejemplo. La producción de biocarburantes de segunda generación se sirve de los residuos agrícolas, en vez de recursos alimenticios como el maíz o la cebada, y ello se suele presentar como un gran avance. Pero sin tales residuos las tierras se degradan más deprisa, al reducirse su porcentaje de materia orgánica, con lo que avanzamos hacia un estadio de mineralización y desertificación de los suelos. Por tanto, ¿estamos ante un avance o un retroceso?

[3] Traeré un caso concreto, como denuncia de la devastación medioambiental que está realizando la nueva forma de productivismo, desarrollismo, tecnofilia y capitalismo ecologista, las eólicas. La sierra de Pela, que separa las dos Castillas en su parte centro-oriental, está siendo llenada de aerogeneradores. Esto en lo paisajístico, estético e histórico es aciago pues, por ejemplo, acongoja y subleva contemplar la excepcional y bellísima iglesia románica de Campisábalos (Guadalajara), siglo XII, próxima a aquélla, y una de las muy pocas que en la península Ibérica posee un mensuario medieval, rodeada de tan gigantescos cachivaches tecnológicos. Lo que de ello está resultando, como devastación medioambiental, no se queda atrás. Los cimientos de cemento, las zanjas, las pistas regularmente recorridas por los servicios de reparación y mantenimiento de tales monstruos mecánicos están dañando ecosistemas singulares, los piornales, brezales, erizales, cervunales, praderas de diente, guillomares o pastizales psicroxerófilos, entre otros, algunos de carácter eurosiberiano o boreo-alpino, situados en dicha sierra, en lo más profundo de la península Ibérica. En “La vegetación protegida en Castilla-La Mancha”, VVAA, se lee que tales formaciones vegetales, excepcionales en nuestras latitudes, “pueden verse igualmente amenazadas por la construcción de parques eólicos o instalaciones de telecomunicación” (pg. 117), lo que está sucediendo desde 2003, año en que fue publicada esa obra. El ecologismo institucional, legicentrista, devoto del Estado policial y estatolátrico, es co-responsable. En ello manifiesta que es una ideología más de la modernidad, y como todas ellas abocada al ecocidio.

[4] Entre los numerosos desastres naturales provocados por el capitalismo de Estado, la prevalencia absoluta de los intereses estatales y la falta total de libertades para el pueblo, sin olvidar la explosión de la central nuclear de Chernóbil, 1986, en la Unión Soviética, elegiría, como más trágica, la desaparición del mar de Aral, que fue el cuarto lago de agua dulce mayor del mundo, el cual el obtuso productivismo soviético vació entre 1960 y 1980, al destinar sus aguas a regar algodón y arroz. Hoy es un desierto seco y tóxico, con pequeñas lagunas de agua salinizada o zonas palustres subsistentes, habiendo liquidado casi toda su fauna y flora originales, mientras ha tenido lugar un cambio del clima, a peor, en toda el área. Una catástrofe medioambiental de ese calibre muestra la naturaleza ultra-capitalista del sistema “no capitalista”, según algunos, de la URSS. La teoría de que el capitalismo de Estado no es, en realidad, capitalismo, está detrás de tan fúnebres acontecimientos, repetidos ahora en China, país devastado en lo medioambiental por el desarrollismo ciego del Partido Comunista, así como en los gobernados por la izquierda, por ejemplo, en Brasil, Bolivia y Venezuela, todos ellos entregados a un desarrollismo frenético.

[5] Un libro valiente, que apuesta por la verdad y pone las cosas en su sitio, es “Ejército e industria: el nacimiento del INI”, de Elena San Román, el cual establece como causa determinante del industrialismo franquista, que tan funestos efectos medioambientales tuvo, la satisfacción de las necesidades estratégicas del aparato militar, de donde salió el INI (Instituto Nacional de Industria), matriz de una parte de las multinacionales españolas hodiernas. Pero no tenemos un estudio similar, de la relación entre ejército e industria, para los últimos treinta años, en buena medida porque el antimilitarismo actual está casi liquidado, a consecuencia de sus colosales errores. Podría hacerlo el ecologismo, en su vertiente más combativa, pero sus presupuestos institucionistas y derechistas, no-revolucionarios, utilitaristas y pragmáticos se lo vedan. Así, queda como una fundamental tarea por realizar.

[6] Para contrarrestar la situación de estatolatría, o en el mejor de los casos de indiferentismo, en que yace la gran mayoría de la comunidad “radical”, he ido publicando en “CNT” (aunque no estoy afiliado a dicho sindicato, ni me tengo por anarcosindicalista, lo que dice bastante sobre la pluralidad, tolerancia, buen hacer, espíritu constructivo y amplitud de miras prevalecientes en él) una colaboración regular titulada “Estudio del Estado”, sin más pretensiones que aportar algunos datos y razonamientos básicos que permitan encarar con objetividad, más allá de la ceguera ideológica de un tipo u otro, la realidad del ente estatal. De particular interés es, a mi criterio, “Estudio del Estado (X)”, en “CNT” enero 2010, que examina los límites legales existentes a toda transformación del orden constituido, de tal modo que cualquier pretensión de ir más allá del régimen constitucional desde dentro de las instituciones, en la totalidad de la vida social o en algún aspecto parcial sustantivo, resulta imposible, pues aquél contiene los mecanismos para impedirlo, que se asientan, en definitiva, en el uso de la fuerza, policial-judicial en primera instancia, y militar en última. Por tanto, el legalismo “verde” no es más que una ilusión conformista, entontecedora y reaccionaria, que sólo puede culminar en la apología del Estado policial, como muestran los hechos..

[7] Causa dolor observar que todos, el gobierno, los agrónomos “radicales” dedicados a imponer la agricultura ecológica como nueva fórmula salvífica en el seno del orden constituido, los medios de comunicación y los tres sindicatos convocantes (COAG, ASAJA y UPA), se mofan de los agricultores medianos y pequeños citados a manifestaciones como la del 21-11-2009 en Madrid, muy concurrida, para demandar soluciones que ni son ni pueden ser en el marco del actual orden político y económico. Desde luego, dentro de éste no hay solución para los problemas fundamentales del agro, ni tampoco para los del medioambiente.

[8] Es autor, además, de “La evolución de la agricultura española (1940-2000)”, que no realiza ninguna crítica sustantiva a la política del franquismo para el agro, limitándose a repetir tópicos y superficialidades que, a fin de cuentas, dan por buenas las monstruosidades que aquél realizó. Cuando se venera al Estado y no se admite otro camino que el intervencionismo, que es lo que aquél lleva haciendo desde al menos los tiempos de Jovellanos, se termina por aplaudir todo lo que el ente estatal realiza, incluido lo que llevó a cabo en el periodo fascista. Es significativo que Naredo, hasta el momento, no haya encontrado tiempo para rechazar las eólicas, más bien al contrario, a pesar de que un experto como él no puede dejar de conocer su sobremanera funesta acción medioambiental.

[9] Particularmente funesto es el libro “Somos lo que comemos” de P. Singer y J. Mason, uno de los textos sagrados del zoologismo contemporáneo, dirigido a negar lo que aún nos queda de humano. No, no somos lo que comemos, ni mucho menos. Somos, sobre todo, lo que pensamos, decidimos, sentimos, nos relacionamos, practicamos, sufrimos, nos marcamos como metas y luchamos. No, no somos sólo o principalmente un vientre, por lo menos hasta ayer mismo, y no vamos a serlo porque el poder constituido así lo desee, pues nos quiere como mera mano de obra que produce y consume. En una sociedad donde el comer es la actividad más común, puesto que todo lo demás está proscrito, el radicalismo de pacotilla viene a reconciliarnos con nuestro envilecimiento y degradación, una vez más. Somos cuerpo y mente, pero desean dejarnos como simple soma: ante tal atrocidad el remedio no puede ser otro que la revolución. El vicio de la gula esta triturando a las sociedades ricas, pues es el más degradante de todos, y la obsesión por la comida sacude al “radicalismo” igual que al mundo institucional.

[10] Un error más del ecologismo oficialista es considerar sólo la salud física, y dentro de ésta primar la que proviene de la alimentación, olvidando la función decisiva que tiene una vida vivida a partir del esfuerzo físico y muscular, esto es, no mediatizada y devastada por las máquinas. Sin ejercicio productivo muscular no puede haber salud, y éste se hace imposible en las ciudades y en las empresas de la modernidad, esto es, en un estilo de vida diseñado para degradar también al ser humano en tanto que corporeidad. La consecuencia es que en los países ricos la mala salud es universal.

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Felix Rodrigo Mora

fyserv@gmail.com